martes, 11 de noviembre de 2008

La vida pública de Jesús en el rezo del Santo Rosario



La carta apostólica de Juan Pablo II, publicada el 16 de octubre de 2002, Rosarium Virginis Mariae ­(El Rosario de la Virgen María)­, propone incluir los misterios luminosos de la vida de Jesús para rezar los jueves.

El Papa, al explicar esta decisión en el documento, define el Rosario como un «compendio del Evangelio» (cfr. nº 18) una oración que debe estar orientada «a la contemplación del rostro de Cristo» con los ojos de María, a través de la repetición del Avemaría y de la meditación de los diversos misterios.

Esta apreciación debe puntualizarse y subrayarse de manera que quede claro que toda oración se dirige a Dios y, en el caso del Rosario, se hace por la intercesión, a través, de María pero, sigue siendo Cristo el interlocutor de nuestro diálogo. Ya lo señalaba Pablo VI, en la exhortación apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano II, que señaló el carácter evangélico y cristológico dl Rosario.

Juan Pablo II constata que en los quince misterios del Rosario según se rezan desde hace nueve siglos, faltaban, hasta ahora, momentos decisivos de la vida de Jesús y que, para ser un verdadero compendio del evangelio, no podían estar ausentes. Por este motivo considera «oportuna una incorporación que, si bien se deja a la libre consideración de los individuos y de la comunidad, permita contemplar también los misterios de la vida pública de Cristo desde el Bautismo a la Pasión» (cfr. nº 19).

Explica que los llama misterios de la luz o luminosos y que se incorporan a esta práctica de piedad sumándose a los misterios dolorosos, gozosos y gloriosos. Reciben este nombre porque Jesús, en su vida pública, se manifiesta como misterio de luz; él mismo dijo: «Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Juan 9, 5).

Debe quedar claro que este agregado no es una modificación en la práctica del rezo del Rosario en lo que respecta a la cantidad de padrenuestros, avemarías y glorias.

Esta nueva modalidad destina un día a la semana, el jueves, para la
contemplación de los misterios de la luz.

La aclaración vale para los que se inician en el rezo del Rosario y para quienes, confundidos por algunas versiones aparecidas ligeramente en algunos medios de comunicación, creyeron que se incorporaba una decena o más en la secuencia de oraciones cotidiana.

No olvidemos que los rosarios y decenarios, como sucesión de cuentas engarzadas, no son más que una ayuda para guiarse durante la oración contemplativa y, por lo tanto, no sufren ninguna modificación ya que la estructura para el rezo diario, sigue siendo la misma.

En el número 21 del nuevo documento, Rosarium Virginis Mariae ­El Rosario de la Virgen María­, Juan Pablo II presenta el enunciado de cada uno de los cinco misterios luminosos sobre la vida pública de Jesús:

1. El Bautismo en el Jordán.

2. La autorrevelación de Jesúsen las bodas de Caná.

3. El anuncio del reino de Dios invitando a la conversión.

4. La transfiguración.

5. La institución de la eucaristía.

También explica qué contemplamos en cada uno de estos pasajes de la vida pública de Jesús.

En el bautismo Jesús entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama hijo y el Espíritu desciende sobre él para investirlo de la misión que le espera.

En el milagro de Caná, Jesús, al transformar el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente, que le pidió que hiciera algo por salvar la fiesta.

En la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión, perdonando los pecados de quien se acerca a él con fe, inicia el ministerio de misericordia.

En la transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor,la gloria de la divinidad resplandece en el rostro luminosos de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo «escuchen».

En la institución de la eucaristía, Jesús se hace alimento con su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad y dejando así, su luz entre los hombres para siempre.

La institución de la Eucaristía



Cada vez que celebramos la Eucaristía tendremos que prorrumpir en un eterno MAGNIFICAT por las maravillas que Dios ha hecho con su pueblo.


El estupor, la sorpresa, la admiración de un Dios que ama a los hombres y se hace hombre como ellos al enviarnos a su Hijo Jesucristo, llega a su punto culminante en el Sacramento de la Eucaristía.

Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.

El amor de Cristo a los hombres crecía y crecía medida que los entendía en su indigencia y en su necesidad. Y llegó el momento de gran tensión, pues quería quedarse con los suyos, con los que el Padre le había confiado. Pero también quería irse, debía marcharse, porque como Cabeza de la humanidad, tendría que estar cerca de su Padre, encabezando la procesión hasta que toda la humanidad pudiera estar con él, con el Padre y con el Espíritu Santo.

Nuestra capacidad humana no alcanza a comprender la grandeza de un Dios, creador del Universo entero, que quiere quedarse para siempre con los hombres, y decide meterse en la humildad de un poco de pan y de vino para ser el PAN DE VIDA, y la alegría de los hombres. El quería quedarse para siempre con los suyos, como la gallina quiere retener a sus polluelos bajo sus alas, y como podía hacerlo, se quedó para siempre con ellos.


Nunca podríamos comprender ese misterio admirable de Dios, si no tomamos como guía y como modelo a una mujer que supo escuchar los misterios del Amor de Dios y guardarlos en corazón: MARÍA, la Madre de Jesús. Ella es maestra en la fe, pues comprendió que si su hijo había convertido el agua en vino, ahora podría convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, entregando a los creyentes la memoria viva de su Pascua, convirtiéndose en Pan de vida y de salvación.

Ella fue gestando el mismo sacramento del amor de Dios, cuando aceptó complacida en su seno al Salvador de todas las naciones, cuando con su FIAT, “hágase en mí según tu palabra”, hizo posible la presencia del mismísimo Hijo de Dios entre nosotros y nos está impulsando a que cada vez que podamos encontrarnos frente a las especies sacramentales del Cuerpo y la Sangre de Cristo, nosotros podamos decir: AMÉN, AMÉN, y recibir reverentemente, con ternura y con adoración, el Cuerpo del Señor, como ella contemplaba COMPLACIDA Y EXTASIADA AL NIÑO RECIÉN NACIDO que era su hijo pero era al mismo tiempo el Hijo del Dios Altísimo.

Y María se fue preparando para el momento de la entrega sacrificial de su hijo en la cruz, para acompañarlo en la entrega, en el sacrificio, en la donación de sí mismo a la voluntad del Padre por la salvación de todos los hombres. desde que lo recibe en su seno, y desde cuando escuchó de labios del Anciano Simeón: “este niño está puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, y a ti una espada te atravesará el alma”. JUNTO A LA CRUZ, ella queda como custodia y sostén de la naciente Iglesia, hasta que él vuelva triunfante y glorioso para llevarnos a todos a la mansión eterna, donde reinaremos con Cristo, cabeza de la humanidad.

María fue testigo de cómo, después de la multiplicación de los panes y los pescados, las gentes acudieron al día siguiente en grandes cantidades a buscar a su Hijo. Éste ya no les dio pan como el día anterior. Aprovechó la ocasión para anunciarles otro pan y otra bebida, pero muy especial. Una bebida con la cuál no tendrían más sed, y un alimento que comido no volverían a tener hambre. Todos estaban asombrados ante tal revelación.

Y entonces fue el gran anuncio: “el pan que les voy a dar en mi propio Cuerpo y la bebida que les voy a dar en mi propia Sangre”. Las gentes entendieron perfectamente lo que Cristo les dijo. Se les hizo monstruoso, pero Cristo no rectificó sus palabras, no dio marcha atrás, sino que continuó afirmando: el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Las gentes se le fueron, pero Cristo no las retuvo, no las obligó a creerle ni a seguirle. Los mismos apóstoles fueron invitados a tomar partido, y se quedaron.

Por eso, la noche del jueves santo, en cumplimiento de su promesa, Jesús se reunió con los doce aldeanos que habían sido sus discípulos pero sobre todo sus amigos y sus confidentes para una cena ritual. Era la fiesta de la Pascua. Sus discípulos estaban frente a los restos de un cordero que les recordaba la alianza de Dios con su pueblo, estaban ante a la sangre, memorial del día en que Dios se decidió por su pueblo frente a los atónitos egipcios. Las hierbas amargas que habían comido, les recordaban los años de esclavitud en Egipto, y la salsa roja con la que habían bañado el cordero, los ladrillos que habían tenido que fabricar en la esclavitud para los amos.

Pero ahora estaban también ante el Nuevo Cordero que los hombres sacrificarían al día siguiente. Los apóstoles sentían el ambiente de despedida, de sangre y de duelo, atisbaban que algo grandioso ocurriría era noche. Jesús les había hablado con hechos, como siempre, les había lavado los pies, les había dicho que tendrían que amarse unos a otros como distintivo de ser sus discípulos y sus seguidores. Y efectivamente ocurrió algo extraordinario, que Cristo ya había anunciado.

Y ahora era el gran momento, el cumplimiento de la promesa. María no estaba en el cenáculo. Era una cena demasiado íntima. Las mujeres nunca podían sentarse a la mesa junto con los hombres. Pero nada nos impide pensar que María confeccionaría con sus propias manos el pan que su Hijo iba a repartir entre los suyos esa noche. Y desde el fondo de la cocina, entre las mujeres silenciosas, como un suave murmullo alcanzaría a oír a su Hijo, que repartía el pan eucarístico por primera vez: “Tomen, coman, esto es mi Cuerpo”, y luego escucharía también a su Hijo que repartía el vino: Tengan, beban, éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la nueva alianza y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”.

Y María escuchó cómo su Hijo elevaba la voz de una manera muy especial: “Hagan esto en memoria mía”. María no lo sabía, pero presentía que su Hijo estaba ordenando a los primeros sacerdotes, para que cada día pudieran hacerlo presente entre todos los hombres, en la espera gloriosa de su segunda venida, para llevarnos a todos a la presencia del Padre.

¡María no pudo comulgar esa noche en la primera Eucaristía!

Pero con cuánta emoción, alegría y fe recibió el mismísimo Cuerpo de su Hijo y su preciosa Sangre de manos de los apóstoles en aquellos días en que en gran espíritu de oración esperaban la manifestación visible del Espíritu Santo que Jesús les daría para el perdón de los pecados.

Y hoy con María también queremos alabar al Señor por la dimensión escatológica de la Eucaristía, pues cada vez que el hijo de Dios se presenta bajo la pobreza de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se “derriba del trono a los poderosos” y se “enaltece a los humildes”, y se participa anticipadamente del banquete eterno.

La Eucaristía nos habla del banquete eterno, al que estamos llamados a participar. Si queremos ser fieles a la Iglesia, servidora del Señor, tenemos que apurar el paso, desentumecer nuestras rodillas, acicatear el corazón, para anunciarle a todos los hombres que Cristo vive, y vive en su comunidad, en su Iglesia y que quiere que todos los hombres participen en el banquete del amor, presagiando el banquete de todos los hijos en el Reino.

Cada vez que celebramos la Eucaristía, en la majestuosa Catedral, o en las parroquias, o en las mas apartadas y sencillas capillitas tendremos que prorrumpir en un eterno MAGNIFICAT por las maravillas que Dios ha hecho con su pueblo, tendremos que exclamar llenos de gozo: FIAT, FIAT, hágase, Señor tu voluntad, y aclamar con todos los pueblos: AMEN, AMEN, porque con Cristo, el nuevo Moisés, seremos introducidos a la nueva Jerusalén, a la Jerusalén de los cielos, para darle gloria a Dios, al Padre, al Cordero sacrificado y al Santo Espíritu de Dios.

La Transfiguración de Jesús


Las montañas y los jóvenes se entienden. Los jóvenes tienen algo indescriptible que los acerca a las montañas y las montañas tienen algo indescriptible que les hace ser conquistadas. Los jóvenes auténticos gustan de las grandes montañas, de las montañas elevadas, de las montañas cubiertas de nieve, de donde se extiende el panorama hacia abajo, después de haber plantado la banderola de la conquista y del ascenso.

Cristo también amaba las montañas y la naturaleza. Era joven cuando entregó el corazón de su mensaje en un monte, el mensaje de las Bienaventuranzas. Es el núcleo de su mensaje. Es la pulpa de su Evangelio.

Y es en otro monte, donde Cristo tiene que subir al final de su vida, de una manera lastimosa y sangrienta, llevando sobre sí pesada cruz, símbolo de derrota y al mismo tiempo de victoria. Una cruz que siguen llevando hoy muchas gentes, las gentes de rostros macilentos y deplorables de un drogadicto, de un enfermo de sida, de un niño consumido por el hambre, de un hombre destruido por la calumnia y la perversidad de sus semejantes, los muchos rostros de hombres desfigurados por la guerra y los ataques terroristas.

Pero hay una tercera montaña que Cristo escaló poco antes de ser entregado en manos de sus enemigos: es la Montaña de la Transfiguración, el Tabor. Las cosas no iban bien para Cristo. Sus enemigos iban tendiendo inexorablemente el cerco para hacerlo caer. Las gentes solo querían milagros y milagros, pan para sus estómagos vacíos, y los apóstoles que no entendían nada de lo que estaban viendo en su maestro. Menos entendían lo que les decía sobre su muerte y su resurrección. Siempre pensaban en una resurrección para todos al final de los tiempos, pero que Cristo viniera al tercer día después de muerto...

Por eso un buen día Cristo toma a tres de sus Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan y los invita a escalar la montaña. No es un lugar muy elevado, quizá les tomarían unas o dos horas de camino desde la falta a la cima. La vegetación es tupida, con pequeños arbustos que contrasta con la desnudez de las comarcas cercanas. En lo alto, el silencio solo es turbado por el canto de los pájaros y el ulular del vientecillo suave.

Ahí suben a la oración, a la contemplación. Cristo se separa un poco de sus invitados. Ellos no son muy dados a la contemplación, y vencidos por el cansancio de la subida, lejos de contemplar siquiera el panorama, se quedan profundamente dormidos. Sin embargo, fue entonces cuando ocurrió algo extraordinario: fueron despertados por una luz embriagadora. No se trataba del sol, sino una luz que irradiaba precisamente de Cristo su maestro. Sus vestiduras y su mismo rostro tomaron una iluminación especial. No era iluminado. Cristo despedía una luz esplendente, y a poco de esta visión tan singular, aparecieron dos personajes muy queridos para el pueblo hebreo, Moisés, y Elías.

Moisés, que de la montaña del Sinaí había revelado la voluntad de Dios para el pueblo hebreo y para todos los pueblos, manifestada en las tablas de la Ley.

Y ahí estaba también el gran profeta, Elías que anunciaría la llegada ya inminente del Mesías. Ellos conversaban con Jesús, no para celebrar su triunfo, sino para animarlo a su muerte.

Los apóstoles no cabían en sí de asombro, pero aún les estaba preparada otra revelación. Así como aparecieron Moisés y Elías, de pronto volvieron a desaparecer en medio de una nube misteriosa que aumentó sus temores, pues la nube en toda la historia bíblica es una de las señales de Dios, signo visible de su manifestación. Era la majestad de Yahvé quien los cubría.

Y de entre la nube, una voz misteriosa:

ESTE ES MI HIJO MUY AMADO, MI ELEGIDO... EN QUIEN TENGO MIS COMPLACENCIAS... ESCÚCHENLO...

Escuchar a Jesús, es la recomendación del Padre, atender a Jesús, su Hijo, su amado, su elegido, ¡qué gran recomendación! Y qué familiares nos vuelven a sonar las palabras de María en Caná de Galilea: “Hagan lo que él les diga”. Ella fue la primera que escuchó a su Hijo, y la primera que supo hacer en todo su voluntad. Ella nos invita a hacer también nosotros la voluntad del Padre, en el que encontramos alegría para la vida, transfigurándonos también nosotros, dejando que Cristo se transfigure en tantos niños inocentes, en tantas miradas luminosas, en tantos cristianos santos, auténticos luceros en el firmamento de la humanidad. Una contemplación que nos hace experimentar la presencia, la cercanía, la belleza y la misma santidad de nuestro Dios. ¡Cuanta luz hay en nuestro mundo, entre las personas que nos rodean, y a veces no la vemos!

Aquella visión terminó. Tan absortos estaban los apóstoles, tan admirados, postrados en el suelo, en profunda adoración, después de haber estado dormidos, que hubo necesidad de que Cristo de una manera familiar los tocara en el hombro, para que todo volviera a ser familiar entre ellos.

Habían saboreado por un instante lo que nosotros tendremos oportunidad de contemplar sólo al fin de los tiempos, al Cristo resucitado. Fue solo un instante, pero un instante que nunca olvidarían, y que sostendría su fe en los momentos en que su maestro les fuera arrebatado, y no solo eso, ellos tendrían que sostener la fe de sus hermanos en que Cristo cumpliría su promesa de volver, y volver para quedarse para siempre con los suyos.

Por eso no todos los apóstoles habían subido a la montaña. Un secreto como el que se les confiaba no era posible ser guardado entre tantos. Solo ellos fueron testigos, y tendrían que serlo entre sus hermanos los apóstoles, en el momento supremo cuando lo vieran bajar a la tumba.

De ahí, al bajar Cristo con los suyos del Tabor, lo hizo para dirigirse a la muerte. Ya no era hora de las grandes multitudes, era la hora del desenlace, era “su hora”, la hora del choque de Cristo con la iniquidad humana. Era el atardecer de la vida del Cristo joven, al que nos encontraremos todos en la frontera entre nuestra muerte y nuestra resurrección.

Del Tabor, Cristo bajó con los suyos, ya solo para subir, y precisamente él solo, a otra montaña, la del Gólgota, en Jerusalén, entregando su vida por la salvación de todos los hombres.

Como los apóstoles ahora nos toca a nosotros sostener la fe de nuestros hermanos, de nuestra Iglesia y de nuestro mundo, cuando voluntariamente muchos hombres han metido a la tumba a Cristo y no quieren saber nada de él. Ayudémosles a encontrarlo, pero encontrarlo no entre los muertos, sino entre los vivos, ya que él vive, vive para siempre, y vive para que nosotros tengamos vida.

ESTE EN MI HIJO AMADO EN QUIEN TENGO MIS COMPLACÉNCIAS: ESCÚCHENLO.

Las mujeres en los Evangelios


El Evangelio de Marcos narra que Jesús comenzó a predicar el Reino de Dios a orillas del lago de Galilea:Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia”.
Mc 1,14-15
Y seguramente todos tenemos presente que una de las primeras cosas que hizo Jesús fue convocar a quienes formarían parte de su comunidad: los pescadores del lago de Galilea.
Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: “Vengan conmigo, y yo los haré pescadores de hombres. Al instante, dejando las redes, lo siguieron”.
Mc 1, 16-18
Entonces nos surge la pregunta: ¿Jesús solamente llamó a los varones? ¿No convocó a ninguna mujer? ¿No tuvo discípulas mujeres? Seguimos leyendo el Evangelio de Marcos y nos muestra a Jesús que predica en la sinagoga de Cafarnaum (una ciudad a orillas del lago) y luego ocurre esto:
Cuando salió de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan de ella. Se acercó, y tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a servirlos.
Mc 1,29-31
Según Marcos, esta es la primera mujer que aparece en la vida pública de Jesús. Si es la primera, su presencia ciertamente nos revela algo sobre los inicios de la actividad de Jesús. El comenzó convocando a los discípulos, pescadores, y sanando a una mujer que se hizo servidora de la comunidad. Digamos de paso que Jesús no está eligiendo lo más distinguido de la sociedad: unos pescadores malolientes y una vieja enferma, en vez de reunir en torno a El a algunos sabios teólogos o prósperos empresarios.
La suegra de Simón está enferma y está en la casa. Jesús llega hasta ella y la toca, la toma de la mano. Este acercamiento de Jesús, que puede parecernos algo tan simple y natural, implica en realidad un “saltar barreras” muy atrevido. El ideal de la época era que las mujeres permanecieran recluidas dentro de la casa, ocupadas en las tareas hogareñas. Jesús no es un miembro de esa familia, y sin embargo, se mete en la casa hasta la habitación de la enferma. Y además, la toca. Los varones evitaban el contacto físico con cualquier mujer que no fuera de su familia, ya que las mujeres eran consideradas impuras. Incluso estaba mal visto que un varón hablara con una mujer en la calle.
Para sanar, Jesús se acerca, establece contacto físico, la toma de la mano. Salta la barrera de la casa, de la enfermedad y del prejuicio social, para traerle a esta enferma salud y salvación. Jesús llega hasta esta mujer, que podemos suponer anciana, ya descartada del sistema productivo y reproductivo, relegada a la intimidad de la casa. Simón y Andrés confían en el poder de Jesús y piden por ella. Y Jesús la saca de la enfermedad y la transforma en servidora. La enfermedad la tenía en la cama, Jesús la levanta, la pone de pie.
Con la presencia de Jesús y de los discípulos en la casa, se amplía el horizonte de acción de esta mujer. Ya no es sólo su familia la que recibe su servicio: es toda una comunidad. La presencia de Jesús significa para ella romper los límites de la casa y la familia y entrar en un círculo más amplio, donde pasará a relacionarse con más personas: la comunidad cristiana.
La suegra de Simón aparece en el comienzo de la actividad de Jesús. Ella es la primera mujer que, respondiendo al paso de Jesús en su vida, se integra a la comunidad, de pie, como servidora. Su sanación tiene para ella el mismo efecto que en los pescadores tuvo el llamado de Jesús. Ellos respondieron siguiéndolo y haciéndose pescadores de hombres. A la presencia sanadora y salvadora de Jesús, ella respondió, no con palabras, sino con su servicio.

SS. Benedicto XVI: Las mujeres al servicio del Evangelio


Llegamos hoy al final de nuestro recorrido entre los testigos del cristianismo naciente que mencionan los escritos del Nuevo Testamento. Y usamos la última etapa de este primer recorrido para centrar nuestra atención en las numerosas figuras femeninas que desempeñaron un papel efectivo y valioso en la difusión del Evangelio. No se puede olvidar su testimonio, como dijo el mismo Jesús sobre la mujer que le ungió la cabeza poco antes de la Pasión: "Yo os aseguro: dondequiera que se proclame esta buena nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que esta ha hecho para memoria suya" (Mt 26, 13; Mc 14, 9). El Señor quiere que estos testigos del Evangelio, estas figuras que dieron su contribución para que creciera la fe en él, sean conocidas y su recuerdo siga vivo en la Iglesia. Históricamente podemos distinguir el papel de las mujeres en el cristianismo primitivo, durante la vida terrena de Jesús y durante las vicisitudes de la primera generación cristiana.

Actividad de Jesús en Galilea



Jesús recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas, estos eran edificios donde los judíos se reunían para leer y explicar la Palabra de Dios, proclamando la Buena Noticia que era que el Reino de los Cielos está cerca.
Jesús se manifiesta como el nuevo Moisés. Dios se ha hecho presente en la persona de Jesús para reconocer todas las cosas y curando todas las enfermedades y dolencias de la gente. Su fama se extendió por toda la Siria, y le llevaban a todos los enfermos, afligidos por diversas enfermedades y dolencias; endemoniados, epilépticos y paralíticos. Y como Él veía su Fe los curaba. Cada vez lo seguían grandes multitudes que llegaban de Galilea, de Jerusalén, de Judea y de la Decápolis.


Datos geográficos e históricos básicos

Judea y Galilea
En el siglo I, Palestina estaba compuesta por las regiones de Judea,Samaria,Galilea y Perea (algunos incluyen también Idumea).
La vida pública de Jesús transcurre fundamentalmente en Galilea (con centro en Cafarnaúm) y en Judea (con centro en Jerusalén).
Los habitantes de Judea eran los más celosos conservadores de la pureza de la religión (al menos, en lo exterior). No consideraban judíos (es decir, hermanos de religión) a los samaritanos [nota]; toleraban a los galileos, si bien los consideraban gente ignorante (algo así como provincianos) y no del todo puros. En Jerusalén se encontraba el Templo, corazón de la religión judía. También en Judea se encuentran Belén (pueblo de nacimiento de Jesús) y Betania (donde frecuentaba la casa de Lázaro, María y Marta).
Galilea, al oeste del Mar de Galilea (también llamado Lago de Genesareth o Mar de Tiberíades), era una región cosmopolita, con mucha actividad comercial. En esta región, en Nazareth, se crió Jesús, y los bellos alrededores del lago fueron una zona muy frecuentada en sus predicaciones. Cafarnaúm, pueblo pesquero, que vivió un breve perído de auge comercial para luego desaparecer por completo, fue una especie de cuartel de operaciones de Cristo, en sus frecuentes excursiones por la región galilea.
Situación política y social
Toda la región de Palestina estaba bajo el dominio de los romanos, si bien el régimen era variable: en el mejor de los casos, había un "rey", supuestamente judío, títere de Roma; si no, se designaba designaba directamente un gobernador (o procurador) romano. En todos los casos, eran gobernantes crueles y los judíos los odiaban profundamente, como así también a los publicanos, recaudadores de impuestos para los romanos. Abundaban los grupos que buscaban la manera de liberarse del yugo romano y las revueltas eran frecuentes.
Cuando nació Jesús, gobernaba el "rey" Herodes el grande, de origen idumeo. A su muerte, su hijo Herodes Antipas dominó Galilea y Perea; a sus hermanos Filipo y Arquelao les correspondió Iturea y Judea-Samaria respectivamente. Pero Arquelao fue después removido por Roma, que designó un procurador romano: en tiempos de la vida pública de Jesús, era Poncio Pilatos.
La situación del pueblo judío era difícil no sólo por el problema político, sino también por el problema cultural: Grecia tenía una fuerte influencia en lo intelectual, y la conservación de las tradiciones y la pureza racial era dificultada por la mezcla de pueblos.
El pueblo usaba el idioma arameo; muchos conocían el griego vulgar (koine) y algunos el latín. El idioma hebreo sólo era conocido por el estamento sacerdotal

Jesús nos invita a entrar al Reino a través de parábolas


¿QUÉ ES LA PARÁBOLA?

El término parábola es difícil de precisar. Puede definirse como narración
de un suceso que se supone o se finge, del que se deduce, por comparación, semejanza o alegoría, una enseñanza moral. Para otros, la parábola es un cuento ficticio que encierra una sentencia. Ya se sabe que es un género típico del mundo oriental, ya que el pueblo oriental parece poseer una mente más proclive a la parábola, la fábula, el mito, la alegoría, la hipérbole. Todos estos géneros se parecen mucho, pero se confunden. Siempre exigen del que los crea, del que los maneja y escucha, una imaginación muy rica y un espíritu fino para captar la relación de las ideas y de las imágenes. Para que se dé la parábola, dicen los conocedores del género, se requieren unas razones o causas como pobreza de lenguaje, genio oriental y necesidad de poner al alcance de todo el pueblo ciertos principios y máximas profundas.

Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino(cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).

Una de las más lindas parábolas es la del hijo pródigo, porque a través de ella Jesús nos demuestra el Amor de Dios a través del perdón

EL HIJO PRÓDIGO [11] Jesús continuó: «Había un hombre que tenía dos hijos. [12] El menor dijo a su padre: "Dame la parte de la hacienda que me corresponde." Y el padre repartió sus bienes entre los dos. [13] El hijo menor juntó todos sus haberes, y unos días después, se fue a un país lejano. Allí malgastó su dinero llevando una vida desordenada. [14] Cuando ya había gastado todo, sobrevino en aquella región una escasez grande y comenzó a pasar necesidad. [15] Fue a buscar trabajo, y se puso al servicio de un habitante del lugar que lo envió a su campo a cuidar cerdos. [16] Hubiera deseado llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero nadie le daba algo. [17] Finalmente recapacitó y se dijo: ¡Cuántos asalariados de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! [18] Tengo que hacer algo: volveré donde mi padre y le diré: «Padre, he pecado contra Dios y contra ti. [19] Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus asalariados.» [20] Se levantó, pues, y se fue donde su padre. Estaba aún lejos, cuando su padre lo vio y sintió compasión; corrió a echarse a su cuello y lo besó. [21] Entonces el hijo le habló: «Padre, he pecado contra Dios y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo.» [22] Pero el padre dijo a sus servidores: «¡Rápido! Traigan el mejor vestido y pónganselo. Colóquenle un anillo en el dedo y traigan calzado para sus pies. [23] Traigan el ternero gordo y mátenlo; comamos y hagamos fiesta, [24] porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado.» Y comenzaron la fiesta. [25] El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercaba a la casa, oyó la orquesta y el baile. [26] Llamó a uno de los muchachos y le preguntó qué significaba todo aquello. [27] El le respondió: «Tu hermano ha regresado a casa, y tu padre mandó matar el ternero gordo por haberlo recobrado sano y salvo.» [28] El hijo mayor se enojó y no quiso entrar. Su padre salió a suplicarle. [29] Pero él le contestó: «Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y a mí nunca me has dado un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. [30] Pero ahora que vuelve ese hijo tuyo, que se ha gastado tu dinero con prostitutas, haces matar para él el ternero gordo.» [31] El padre le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. [32] Pero había que hacer fiesta y alegrarse, puesto que tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado.»

Jesús enseña con autoridad


La actividad de enseñar fue para Jesús la misión central de su vida pública. Pero la predicación de Jesús era muy distinta a la de los otros maestros y esto hacía que la gente se extrañara y se admirara. Ciertamente, aunque el Señor no había estudiado (cf. Jn 7,15), desconcertaba con sus enseñanzas, porque «hablaba con autoridad» (Lc 4,32). Su estilo de hablar tenía la autoridad de quien se sabe el "Santo de Dios".
Aquella autoridad de su hablar era lo que daba fuerza a su lenguaje. Utilizaba imágenes vivas y concretas. Jesús era buen observador, hombre cercano a las situaciones humanas: al mismo tiempo que le vemos enseñando, también lo contemplamos cerca de las gentes haciéndoles el bien (con curaciones de enfermedades, con expulsiones de demonios, etc.). Leía en el libro de la vida de cada día experiencias que le servían después para enseñar. Aunque este material era tan elemental y "rudimentario", la palabra del Señor era siempre profunda, inquietante, radicalmente nueva, definitiva.

«Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad»

Hoy vemos cómo la actividad de enseñar fue para Jesús la misión central de su vida pública. Pero la predicación de Jesús era muy distinta a la de los otros maestros y esto hacía que la gente se extrañara y se admirara. Ciertamente, aunque el Señor no había estudiado (cf. Jn 7,15), desconcertaba con sus enseñanzas, porque «hablaba con autoridad» (Lc 4,32). Su estilo de hablar tenía la autoridad de quien se sabe el "Santo de Dios".
Precisamente, aquella autoridad de su hablar era lo que daba fuerza a su lenguaje. Utilizaba imágenes vivas y concretas, sin silogismos ni definiciones; palabras e imágenes que extraía de la misma naturaleza cuando no de la Sagrada Escritura. No hay duda de que Jesús era buen observador, hombre cercano a las situaciones humanas: al mismo tiempo que le vemos enseñando, también lo contemplamos cerca de las gentes haciéndoles el bien (con curaciones de enfermedades, con expulsiones de demonios, etc.). Leía en el libro de la vida de cada día experiencias que le servían después para enseñar. Aunque este material era tan elemental y "rudimentario", la palabra del Señor era siempre profunda, inquietante, radicalmente nueva, definitiva.
La cosa más grande del hablar de Jesucristo era el compaginar la autoridad divina con la más increíble sencillez humana. Autoridad y sencillez eran posibles en Jesús gracias al conocimiento que tenía del Padre y su relación de amorosa obediencia con Él (cf. Mt 11,25-27). Es esta relación con el Padre lo que explica la armonía única entre la grandeza y la humildad. La autoridad de su hablar no se ajustaba a los parámetros humanos; no había competencia, ni intereses personales o afán de lucirse. Era una autoridad que se manifestaba tanto en la sublimidad de la palabra o de la acción como en la humildad y sencillez. No hubo en sus labios ni la alabanza personal, ni la altivez, ni gritos. Mansedumbre, dulzura, comprensión, paz, serenidad, misericordia, verdad, luz, justicia... fueron el aroma que rodeaba la autoridad de sus enseñanzas.